Sexualidad
en la Sociedad Contemporánea
Desde
hace tiempo,
el cristianismo (religión única y redentora), asentó “las prohibiciones y prescripciones
sexuales que regirían el mundo occidental”, tratando así, de minimizar los placeres. En
“modernidad” es cuando estas terminan de acentuar con la total
desexualización del cuerpo.
La
modernidad comienza en la época donde el mundo “abrió” los ojos con la
circunstancia de lo que llamamos “iluminismo”, con sus banderas de progreso,
evolución y control. Esta época data del siglo XVIII, el Siglo de las Luces.
Donde la razón es colocada como centro, donde todo tiene que ser controlado y
verificado empíricamente. Cuna de la ciencia experimental, que desarrolla técnicas muy precisas para
controlar el curso de la experiencia, la que propicia las condiciones para que
un determinado fenómeno pueda ser estudiado mediante una lógica o forma de
pensamiento específico y arroja a su vez, resultados que pueden medir y repetirse
con cierta frecuencia.
Con
la relación “ciencia – modernidad”, en el siglo XVIII, la sexualidad fue objeto de investigación científica,
control administrativo y preocupación social, pues el afán de control de la
sociedad por parte del sujeto moderno era apremiante.
Las
administraciones en Europa (siglo XVII), poco a poco fueron institucionalizando
procedimientos de intervención para la vida sexual de la población. La
sexualidad empezó a ser cosa del Estado, una cuestión política que requería
código y ley, una bisagra que se puede descomponer y con esto romper el
equilibrio del orden social. Esto debido a que “la cultura nunca se conforma
con las ligazones que se le han concedido hasta un momento dado, que pretende
ligar entre sí a los miembros de la comunidad también libidinalmente. […] Para
cumplir este propósito es inevitable limitar la vida sexual” (Freud). Es
importante entender esta condición, ya que el fervor capitalista de la época,
fomentó el condicionamiento de la vida sexual humana, sometiendo al
proletariado a las reglas dictadas por la burguesía, para aumentar la
producción obrera.
Por su parte, Herbert Marcuse, comenta: “El trabajo básico en la civilización no
es libidinal, es esfuerzo: ese esfuerzo es desagrado y ese desagrado tiene que
ser fortalecido. Porque, ¿qué motivo puede inducir al hombre a dirigir su
energía sexual hacia otros usos si sin ningún arreglo puede obtener un placer
totalmente satisfactorio? Él nunca dejaría ir ese placer y no progresaría nada.
Si no hay un instinto de trabajo original la energía requerida para el trabajo
(desagradable) debe ser extraída de los instintos primarios (de los instintos
sexuales)”.
En
la civilización “madura”, la dominación llega a ser cada vez más impersonal, objetiva,
universal, y también cada vez más racional, efectiva, productiva. Esto lo ratifica
Freud en El
malestar de la cultura cuando menciona que el trabajo “obtiene una gran parte
de la energía mental que necesita sustrayéndola de la sexualidad”.
“[…] No era el niño del pueblo, el futuro obrero, a quien habría sido
necesario inculcarle las disciplinas del cuerpo, era el colegial, el jovencito
rodeado de sirvientes, preceptores gobernantas, y que corría el riesgo de
comprometer menos una fuerza física que capacidades intelectuales, un deber
moral y la obligación de conservar para su familia y su clase una descendencia
sana. Frente a ello, las capas populares escaparon durante mucho tiempo, pero
[...] Los mecanismos de sexualización penetraron lentamente en esas capas
-populares- [...] Puede decirse que entonces el dispositivo de “sexualidad”,
elaborado en sus formas más complejas y más intensas por y para las clases
privilegiadas, se difundió en el cuerpo social entero (Foucault)”.
Hay
que empezar a deconstruir el poder para evitar malentendidos, no ver el poder
como sólo algo que reprime y controla, sino que también incita. Esto es muy
importante de repasar ya que las relaciones de poder se encuentran en todos
lados, son omnipresentes. Al no escapar de ellas, siempre se han creado
resistencias y puntos de escape hacia el poder, tratando incansablemente de
aprovechar sus flaquezas.
“[…] Pueden por objetivo global y aparente negar todas las sexualidades
erráticas o improductivas; de hecho - más bien-, funcionan como mecanismos de
doble impulso: placer y poder. Placer de ejercer un poder que pregunta, vigila,
acecha, espía, excava, palpa, saca a la luz; y del otro lado, placer que se
enciende al tener que escapar de ese poder, al tener que huirlo, engañarlo o
desnaturalizarlo. Poder que se deja invadir por el placer al que da caza; y
frente a él, placer que se afirma en el poder de mostrarse, de escandalizar o
de resistir [...] Los llamados, las evasiones, las incitaciones circulares han
dispuesto alrededor de los sexos y los cuerpos no ya fronteras infranqueables
sino las espirales perpetuas del poder y del placer (Foucault)”.
El
hombre al esconder el sexo, más bien se ha centrado en hablar todo sobre él, de
manera “tímida” como dice Foucault, debido a los estatutos de moral en la
época, los cuales contradictoriamente, han creado una especie de moral
traicionada que ha sido común denominador desde el siglo XVIII, cuando
aumentaron considerablemente las habladurías secretas sobre el sexo.
Pero,
aunque se habla mucho, se habla como algo que no se tiene. Debido a que la
represión del siglo XVIII creó un mecanismo de lenguaje alterado para
desdibujar y deconstruir todas las palabras de temática sexual, tratando de
crear un lenguaje censurado, para cualquier oído que lo escuche. Se crea
entonces un vocabulario autorizado y restringido especia. Cualquier
minuciosidad o detallismo a la hora de hablar de éste, era tomado como un
insulto que estaba en contra del pudor de las mayorías.
Así
como la moral aportó su limpieza “ética” desdibujando y alterando el lenguaje
para referirse al sexo, la medicina también creó repugnancias sexuales que
reprimían la sexualidad del individuo, a pesar de todo este ambiente de
represión y control, el hombre creó una “supermaquina” de incitación sexual, en virtud de que el
poder se presenta de manera dialéctica, construye desequilibrios y
desigualdades, fuerzas y debilidades, resistencias y ablandes, que afectan sin
querer la manera como se ensambla la sexualidad en nuestra sociedad.
Comprendiendo la relación poder – sexo, se ve claramente reflejado: la intensificación de
nuestro placer, la formación del conocimiento en materia sexual, los controles
y las leyes implementadas y las resistencias y altanerías que ellas crearon.
Schopenhauer
resalta esta condición de la siguiente manera: “Este [reglamento] es... el elemento
picante y el motivo de chanza de todo el mundo, que la preocupación principal
de todo hombre es perseguida secretamente y ostensiblemente ignorada tanto como
es posible. Pero, de hecho, a cada momento la vemos asentarse como el verdadero
y hereditario señor del mundo, con toda la plenitud de su fuerza, en el
ancestral trono, dirigiendo desde allí desdeñosas miradas y carcajadas ante los
preparativos que se han hecho para sojuzgarla, para aprisionarla o, al menos,
para limitarla y ocultarla si es posible, o para dominarla de modo que aparezca
como una preocupación subordinada y secundaria de la vida”.
La
situación de la represión incitante de la sexualidad, madura un poco más con la
emergencia del capitalismo, la revolución industrial y los avances en medicina
del siglo XIX. En este siglo se busca con más énfasis amaestrar la sexualidad,
se persigue el sexo hasta en los sueños, se acorrala la conciencia, se
interroga hasta la última pregunta. Esto crea una fuerte exposición en los
discursos sexuales al sentirse reprimidos, pues la gente de Occidente exigía
verdad.
Concluyendo;
la modernidad, con su fervor científico, impulsa al hombre a conocer los más
mínimos detalles acerca de los biológicos y psíquicos secretos en los cuales el
cuerpo participa. El resultado fue, ciertamente, un avance científico, pero
también una sensualización del poder del Estado, que tuvo como consecuencia la
potenciación del sexo, que no quería permanecer simplemente en la alcoba de los
padres.
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Cultura, Sexualidad e Individuo
Siguiendo un texto
de Rubin (1975), considerado como pionero
y seminal del construccionismo social antropológico, la sexualidad biológica en sociedad deja de ser tal, transformándose en sexualidad activamente humana. (...) De todo ello se desprende que para los construccionistas sociales comprender la sexualidad significa transformarla de sentido. Pasar de un sentido de interpretación biológica, a un sentido de interpretación socioantropológica.
La sexualidad, como el trabajo y el ocio, como la gastronomía y las composiciones musicales, y, en general, como todo lo que acaece en sociedad, forma parte de un repertorio que surge como producto del quehacer polivalente humano. Desde esta
perspectiva, deja de identificarse la sexualidad con la reproducción y el coito, se resaltan la pluralidad de significaciones locales, y el carácter irreductiblemente
contextual – cultural de muchas prácticas y actos sexuales aparentemente
idénticos o similares.
La fellatio ritual de los sambia no puede entenderse con los
mismos registros culturales que la practicada en comunidades gays actuales. El significado de las conductas sexuales es resultado de la organización social. El semen que un adolescente sambia traga, por medio de la fellatio, le sirve para crecer, masculinizarse y hacerse adulto; nada que ver con la concepción de la fellatio en las sociedades occidentales.
La sexualidad en conjunto es ideada socialmente. Las culturas dan forma y contenido a las conductas, a las experiencias y a los actos sexuales en sociedad. El concepto cultural de
"normal", no sometido al imperativo y preprogramación de lo biológico, también se expande; de hecho, la construcción social y cultural de la sexualidad proporciona herramientas de interpretación que horadan conceptualizaciones que quisieran ser fijas y estables. Así, se pasa de la perversidad sexual a la diversidad sexual. De la hipocresía de la doble moral, al reconocimiento de lo plural.
Un nuevo diapasón afina la sexualidad. Ciertamente,
cualquier sociedad constituye con sus poderes reguladores
explícitos o implícitos, normativos o consuetudinarios, patentes o latentes,
el ámbito de la expresión sexual humana, no sólo imponiendo límites y
restricciones sino también placeres, prácticas, instituciones, rituales, éxtasis y
delirios. Pero junto a ese poder de arriba
abajo (el poder de las estructuras sociales) existen los individuos con sus contrapoderes reactivos e irreductibles a cualquier papel de
marionetas que se pretenda endilgarles.
Así, la ordenación simbólica que moldea la sociedad y encuadra al individuo no tiene la uniformidad y consistencia que en sí misma sugiere. Junto a Plummer y otros autores. Nieto reivindica, con la
escamada sabiduría del que ya está de vuelta de todo, más allá de cualquier socialización, la rica e inevitable presencia
aleatoria de espacios personales de ambigüedad, creatividad y desorden que otorgan
una mayor complejidad y fascinación al sujeto, no sólo en el plano de la conducta
sexual sino en cualquier otra dimensión cultural; algo que se aplica al propio
antropólogo y su trabajo de campo: tanto en su deriva como científico, extranjero, ajeno y
extraño como en su deriva de ser humano sexuado dotado (igualmente) de deseos, emociones y fantasías no menos construidas social y académicamente.
Por ello Nieto
reclama no sólo la resurrección postgenital de los cuerpos sino también de las
almas, de los sujetos en su ingenua incorrección, caos y
radical ambigüedad. Si hemos llegado hasta aquí, parece pensar Nieto,
no es para invocar e hipostasiar ahora, nuevamente, un protagonismo exclusivo de los
imaginarios (por muy constructivistas
que sean) sino que hay que reivindicar el papel irreductible de los individuos:
esa chapucera creatividad, esa risa y esa incapacidad para encajar en nichos
prefabricados por el visionario o iluminado de tumo.
En otras palabras, ya no se concibe que los discursos sobre sexualidad sean en su significación exclusivamente culturales. A los discursos debe incorporarse la significación subjetiva. Los individuos, como actores sociales, no se sujetan al guion cultural parasitariamente, como lapas humanas. Antes al contrario, también hay en ellos capacidad innovadora; que les permite crear, disentir y diferenciar; enjuiciar, valorar y dar sentido y significado diferenciado a conductas y prácticas físicamente «idénticas» y «similares»... Habiéndose pasado de una innovación subjetiva titubeante en los primeros momentos del construccionismo social, a la más reciente disidencia individual formulada por la teoría «queer».
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Pluralidad polimórfica: los tres itinerarios del construccionismo social
Los escritos
feministas, gays y lésbicos han deconstruido la heterosexualidad genital como
exclusivo paradigma dominante. De nuevo, con buen criterio, recuerda Nieto que la construcción social de la sexualidad no implica, ni espera que sus «arquitectos» construyan todos de la misma forma. Por ello, resume en tres grandes
itinerarios el nuevo paradigma constructivista:
La cultura como transformación de la biología. Funciona como una especie de inversión
del modelo de influjo cultural: por
muy biológicamente predeterminado que esté el deseo sexual, su carta de naturaleza no es ley. La transformación práctica del deseo no es fija, tampoco estable. El producto de esa transformación, es decir, el deseo en acción, es cultural y plural.
La cultura como entidad interpretativa predominante. Radicaliza el carácter polimorfo
del deseo: el deseo sexual no viene dado en términos de fijación. No es fijo, ni consustancial al sujeto. Y mucho menos a sus experiencias sexuales, que le configuran como actor social de las mismas. Pudiera decirse, incluso, que hay pluralidad de deseos sexuales. Diversidad de la expresión biológica de los deseos.
La cultura como determinante explicativo de la sexualidad. Implica como postura interpretativa más extrema, la negación del deseo sexual biológico. Aquí se produce, lo que pudiera entenderse en algunos construccionistas sociales como la liberación corporal del "yugo biológico". La expresión del
deseo sexual y de sus múltiples facetas se confiere en exclusiva al «cuerpo cultural». El cuerpo, como tal, lo es en tanto que reside en la cultura. Y en su versión más determinista pertenece a esa misma cultura. Como las culturas no son fijas y estables en el tiempo, tampoco lo son los cuerpos que las forman.
Bibliografía:
Tomado y editado de: Moncrieff, H. (2007).
Sexualidad y Sociedad Moderna: El Saber
de qué aún no somos del todo “Libres”. Revista de Filosofía “a Parte Rei”.
Tomado y editado de: Nieto, J. (2003). Antropología de
la Sexualidad y Diversidad Cultural. Madrid: Talasa Ediciones.
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