Estamos sometidos al poder de la economía y vivimos en este
contexto. Aun con todas las matizaciones que pudieran hacerse sobre los
beneficios que este sistema tiene, los flujos de la economía aceleran o
deceleran el crecimiento de cualquier pueblo. Los países que han alcanzado o
están en proceso de alcanzar unos niveles de progreso determinados comparten
como constante, el impacto de la dinamización económica en sus estructuraciones
sociales, y culturales. La economía, como eje transversal, con sus intereses y
fluctuaciones, condiciona y configura variados aspectos de la idiosincrasia de
esa sociedad: la cultura, los valores, las leyes, los hábitos, las costumbres,
etc.
En ese sentido, la labor educativa también se ve afectada. Esta
afectación se hace explícita cuando se quiere educar en materia de valores y
actitudes pro-sociales, imprescindibles
para la supervivencia de cualquier comunidad. La acción de enseñar debe
incorporar los vaivenes de la búsqueda de un equilibrio que, al tiempo, integre
coherentemente los valores emergentes (como la competitividad, el presentismo,
el consumismo, el individualismo, etc.), nacidos en posturas neoliberales,
evitando que desplacen a los valores pro-sociales a los que nos referíamos.
Para quienes ejercen una labor
educativa en los ámbitos de la educación formal y no formal esta situación es
compleja. Les puede resultar muy difícil
compatibilizar en sus discursos la combinación de la solidaridad con la
competitividad, de la exigencia de participación social con el individualismo.
A veces parece complicado, y lo más común es la polarización de los discursos, mediante los que
cada colectivo apuesta por unos valores y rechaza públicamente otros, sin darse
cuenta de que, muy probablemente, esa defensa unilateral no es más que una
declaración de intenciones ideal, que se asienta sobre una obligada, aunque
paradójica, conjunción de valores.
La velocidad del avance tecnológico y de los mercados evoluciona
más deprisa que los avances en materias tan fundamentales como la educación, la
ética, la filosofía, etc. Los cambios remueven todas las estructuras sociales.
Éstas deben reinventarse rápidamente para acomodarse a la nueva realidad y, en
ese proceso de transformación, se ponen de manifiesto las debilidades y
fortalezas de cualquier estructura. La evidencia de esa vulnerabilidad a veces
puede provocar respuestas poco deseables: 1) la reaccionaria, según la cual nada debe moverse y todo lo que venga
es malo y, 2) la de huida hacia
delante, en la que cualquier cambio en cualquier dirección es válido y nada de
lo anterior sirve.
Todo lo expuesto hasta ahora se pone claramente de manifiesto en un
tema tan controvertido como la educación sexual: desde dónde se realiza o se
debe realizar, quiénes son sus agentes, y qué influencia tiene en ella el libre
mercado. El protagonismo de quién, cómo y dónde se educa sobre sexualidad ha
ido cambiando. No obstante, esto no niega la verdad primaria: la educación es
una necesidad vital de cualquier sociedad que trasciende las posturas sobre el
lugar, ámbito o estrategia para desarrollarla; el hecho educativo es intrínseco
a lo humano. La delimitación de la educación, según su ámbito de desarrollo, sirvió en su momento de encuadre para poder proyectar en la
realidad cotidiana un ordenamiento de los agentes educativos y del modo de
educar. Sin embargo, en el panorama actual, el debate sobre las fronteras entre
la educación formal, no formal e informal, está muy vivo porque los límites
entre ellas cada día son más difusos, llegando e entremezclarse unas con otras
en algunos espacios y tiempos.
El Objeto de Consumo Más
Bello: El Cuerpo
Dentro del consumo hay un objeto más bello, más preciado, más
brillante que todos los demás y hasta más cargado de connotaciones que un
automóvil que, sin embargo, resume a todos los
demás: el Cuerpo. Este “redescubrimiento” que, bajo el signo de la liberación física
y sexual, se produce después de una era milenaria de puritanismo, su
omnipresencia (específicamente del cuerpo femenino) en la publicidad, la moda,
en la cultura de las masas son todos testigos de que el cuerpo hoy ha llegado a ser objeto de salvación. Ha sustituido
literalmente al alma en su función moral
e ideológica.
Una propaganda incesante nos recuerda, según los términos del cántico, que tenemos un solo cuerpo y que hay que salvarlo. Durante siglos, se intentó convencer a la gente de que no lo tenía, y hoy se busca obstinada y sistemáticamente
convencer a la gente de su cuerpo. En esto hay algo extraño. El cuerpo ¿no es acaso la evidencia misma? Parece que no lo es: el lugar que ocupa el cuerpo es un hecho de cultura.
Ahora bien, en cualquier cultura,
el modo de organización de la relación con el cuerpo
refleja el modo de organización de la relación con las cosas y el modo de organización de las relaciones sociales. En una
sociedad capitalista, el estatuto
general de la propiedad privada se aplica igualmente al cuerpo, a la práctica social y a la representación
mental que se tenga de ellos. En
el orden tradicional, entre los campesinos, por ejemplo, no había investidura narcisista ni percepción
especular del propio cuerpo, sino que
se imponía una visión instrumental/mágica, inducida por el proceso de trabajo y la relación con la naturaleza.
Lo que se quiere mostrar es que las
estructuras actuales de la producción – consumo inducen al sujeto a realizar una práctica doble de su propio cuerpo: la de cuerpo como capital y la del cuerpo como fetiche. En ambos casos, lo importante es que, lejos de negar u omitir el cuerpo, el sujeto,
deliberadamente, lo invista psicológicamente e
invierta económicamente en él.
La Belleza Funcional
En este proceso de sacralización del cuerpo como valor exponencial, del cuerpo funcional, vale decir, que ya no es ni “carne” como en las visiones religiosas, ni fuerza de trabajo como en la lógica
industrial, sino que ha sido retomado
en su materialidad como objeto de culto
narcisista o elemento de táctica y de rito social, la
belleza y el erotismo son dos motivos esenciales. Son inseparables y, entre ambos, instituyen esta nueva ética de la relación con el cuerpo. Válidos tanto para el hombre como para la
mujer, se diferencian sin embargo
en un polo femenino y un polo masculino. Frineismo y Atletismo: así podríamos designar a los dos modelos opuestos cuyos datos fundamentales, por otra parte, se intercambian. El modelo femenino tiene, sin embargo, una especie de prioridad, es de algún modo el esquema rector de esta nueva ética.
Para la mujer, la belleza ha llegado a ser un imperativo absoluto, religioso. Ser bella no es ya un efecto de la naturaleza ni un
acrecentamiento de las cualidades morales.
Es la cualidad fundamental,
imperativa, de las que cuidan del
rostro y de la línea como si fuera su alma. Signo de elección a nivel del cuerpo como el éxito a nivel de los
negocios. Por otra parte, belleza y
éxito reciben en las revistas respectivas el mismo fundamento místico: en la mujer, es la sensibilidad que
explora y evoca “desde el interior” todas las partes del
cuerpo; en el empresario, es la intuición adecuada de
todas las posibilidades virtuales del mercado. Signo de
elección y de salvación: la ética protestante no está muy lejos. Y es verdad
que la belleza es un imperativo tan absoluto sólo porque es una forma del capital.
Avancemos un poco más siguiendo esta misma lógica: la ética de la belleza, que es la misma que la de la moda, puede definirse como la
reducción de todos los valores
concretos, los “valores de uso” del cuerpo (energético, gestual,
sexual) en el único “valor de intercambio” funcional que resume por sí
solo, en su abstracción, la idea del cuerpo glorioso, perfecto, la idea del deseo y del goce y, por eso mismo,
por supuesto, los niega y los
olvida en su realidad para agotarse en un intercambio de signos. Pues la belleza no es otra cosa que un material de signos que se intercambian. Por ello, podemos decir que el imperativo de
belleza es una de las modalidades del imperativo funcional,
pues la experta en belleza en que se ha vuelto cada mujer
para sí misma es homólogo del diseñador o del estilista de una empresa.
El Erotismo Funcional
Junto con la belleza, la sexualidad orienta hoy en todas partes el redescubrimiento y el consumo del cuerpo. El imperativo de belleza, que es imperativo de resaltar el
valor del cuerpo por la vía de la
reinvestidura narcisista, implica lo erótico, entendido como la manera de resaltar el valor sexual. Hay que
distinguir claramente lo erótico, como
dimensión generalizada del intercambio en nuestras
sociedades, de la sexualidad propiamente dicha.
Hay que distinguir el cuerpo erótico, soporte de los signos
intercambiados del deseo, del cuerpo como
lugar del fantasma y habitáculo del deseo. En el cuerpo
– pulsión, el cuerpo – fantasma, predomina la estructura individual del deseo. En el cuerpo erotizado, lo que predomina es la función social de intercambio. En este
sentido, el imperativo erótico que, como la
cortesía o tantos otros ritos sociales, pasa por un código instrumental de signos, sólo es una variante o una
metáfora del imperativo funcional.
Ya no corresponde a la intimidad, a lo sensual,
sino que compete a la significación sexual calculada. La sensualidad es calor. Esta sexualidad, en cambio, es
caliente y fría. Tiene la misma blancura de las formas envolventes de los objetos modernos, estilizados y vestidos. Aunque tampoco es frigidez, como se suele decir, pues esta subentiende todavía una resonancia sexual de
violación. La modelo no es frígida: es una abstracción. El cuerpo de la modelo ya no es objeto de deseo, sino que es objeto funcional, foro de signos en el que la moda y lo erótico se
mezclan.
Ya no es una síntesis de gestos, aun cuando la fotografía de moda
despliegue todo su arte para recrear
lo gestual y lo natural mediante un proceso de
simulación, el suyo ya no es un cuerpo propiamente dicho, sino una forma. Allí es donde todos los
censores se engañan: en la publicidad y en la
moda, el cuerpo desnudo se niega como carne, como sexo, como finalidad del
deseo, instrumentando en cambio
las partes fragmentadas en un gigantesco proceso de
sublimación, de conjura del cuerpo en su evocación misma. Como lo erótico está en los
signos, nunca en el deseo, la belleza funcional de las
modelos está pues en la línea, nunca en la expresión.
Esa belleza hasta es, y sobre todo es, ausencia de expresión. La
irregularidad o la fealdad harían resurgir un sentido: por eso están excluidas. Pues la belleza está por entero en la abstracción, en el vacío, en la ausencia y la transparencia extáticas. Esta descarnación se
resume finalmente en la mirada. Esos
ojos fascinados, abismados, esa mirada sin objeto, son bellos en su erección vacía, en la exaltación de su censura. Allí estriba su funcionalidad. Ojos de
medusa, ojos estupefactos, signos
puros. Así, a lo largo de todo ese cuerpo develado, exaltado, en esos ojos espectaculares, ojerosos por la
moda, no por el placer, está el
sentido mismo del cuerpo; la verdad del cuerpo queda abolida en un proceso hipnótico. Este es el proceso por el cual el cuerpo, sobre todo el de la mujer y más particularmente el
del modelo absoluto que es la
modelo de moda, se constituye en objeto homólogo de los otros objetos asexuados y funcionales cuyo vehículo es la publicidad.
Principio de Placer y Fuerza Productiva
Inversamente, el menor de los objetos, investido implícitamente
según el modelo del cuerpo – objeto de la mujer, se hace fetiche de la misma manera. De ahí que toda la esfera del consumo esté impregnada de un erotismo generalizado. No hay allí una moda en el sentido
liviano del término; ésta es la
lógica propia y rigurosa de la moda. Cuerpo y objeto constituyen una red de signos homogéneos que puede
intercambiar, sobre la base de la
abstracción de la que acabamos de hablar, sus significaciones, y hacerse valer recíprocamente.
Esta homología del cuerpo y de los objetos nos introduce en los
mecanismos profundos del consumo dirigido.
Si este redescubrimiento del cuerpo es siempre del
cuerpo – objeto en el contexto generalizado de los demás objetos, se hace evidente que es muy fácil hacer la
transición, lógica y necesaria, de la
apropiación funcional del cuerpo a la apropiación de
bienes y objetos en el acto de compra. Además, sabemos hasta qué punto la erótica y la estética modernas del cuerpo están
inmersas en un copioso ambiente de productos, de gadgets, de accesorios, bajo el signo de la sofisticación total.
De la higiene al maquillaje, pasando por el bronceado, el deporte y las múltiples liberaciones
de la moda, el descubrimiento
del cuerpo pasa primero por los objetos. Hasta parece que la única pulsión verdaderamente liberada es la
pulsión de compra. Citemos
nuevamente a la mujer que, enamorada súbitamente de su cuerpo, se precipita al instituto de belleza. Por otra parte, es más frecuente el caso inverso, el de todas las que se entregan a las cremas de belleza, los masajes, las curas, con la esperanza de
redescubrir su cuerpo. El equivalente
teórico del cuerpo y de los objetos como signos permite,
en efecto, la equivalencia mágica: «Compre y se sentirá bien consigo misma.»
Este es el punto en el que adquiere todo su sentido económico e ideológico la “psicofuncionalidad” que acabamos de analizar. El cuerpo hace vender. La belleza hace vender. El erotismo hace vender. Y
esta no es la menor de las
razones que, en última instancia, orientan todo el proceso histórico de liberación. Aquí hay cuerpos, como en la fuerza laboral, cuerpos que deben ser emancipados para poder ser explotados racionalmente con fines productivos. Del mismo modo en que es necesario hacer participar la libre
determinación y la libertad individual
del trabajador para que la fuerza laboral pueda transformarse en demanda salarial y valor de intercambio, es necesario que el individuo pueda redescubrir su cuerpo e investirlo narcisistamente —principio de placer— para que la fuerza del deseo pueda transformarse en demanda de objetos manipulables racionalmente. Es necesario que el individuo se tome a sí mismo como objeto, como el más bello de los objetos, como el más precioso
material de intercambio, para que
pueda instituirse, en el nivel del cuerpo deconstruido, de la sexualidad deconstruida, un proceso económico
de rentabilidad.
Estrategia Moderna del Cuerpo
Sin embargo, este objetivo productivista, este proceso económico de rentabilidad por el cual se generalizan, a nivel del cuerpo, las
estructuras sociales de producción, sin duda, es secundario en relación con las finalidades de integración y de control social instauradas a través
de todo el dispositivo
mitológico y psicológico que gira alrededor del cuerpo.
En la historia de las ideologías, las relativas al cuerpo tuvieron
durante mucho tiempo un valor
crítico ofensivo contra las ideologías de tipo espiritualista, puritana, moralizante, concentradas en el alma
o en algún otro principio inmaterial.
Desde la Edad Media, todas las herejías tomaron, de alguna manera, un giro de reivindicación carnal, de resurrección anticipada del cuerpo frente al dogma rígido de las
iglesias. Desde el siglo XVIII, la
filosofía sensualista, empirista, materialista ha ido
socavando los dogmas espiritualistas tradicionales. Sería
interesante analizar de cerca el largo proceso de desagregación histórica de este valor fundamental llamado alma,
alrededor del cual se organizaba todo
el esquema individual de la salvación y, por supuesto,
todo el proceso de integración social.
Esta larga desacralización, esta
secularización a favor del cuerpo, atravesó toda la era occidental: los valores del cuerpo fueron valores
subversivos, foco de la contradicción
ideológica más aguda. ¿Qué ocurre hoy, cuando esos valores
tienen derecho de ciudadanía y se han impuesto como una nueva ética? Vemos que hoy el cuerpo, aparentemente
triunfante, en lugar de constituir todavía una
instancia viva y contradictoria, una instancia de desmitificación, sencillamente ha tomado el relevo del alma como instancia mítica, como dogma y como esquema de salvación. Su
descubrimiento, que durante mucho tiempo fue una crítica de lo sagrado a favor de una mayor libertad, de más verdad y emancipación, en suma, un combate para el hombre contra Dios, hoy se hace bajo el
signo de la resacralización.
El culto del cuerpo ya no está en contradicción con el culto del alma: lo sucede y hereda su función ideológica. Como dice Norman Brown: “Conviene no dejarse desorientar por la antinomia absoluta entre lo sagrado y lo profano y no interpretar como "secularización" lo que no
es más que una metamorfosis de lo
sagrado”. La evidencia
material del cuerpo no debe engañarnos: sencillamente
traduce la sustitución de una ideología obsoleta, la del alma, inadecuada para un sistema productivista evolucionado y que hoy es incapaz de asegurar la integración ideológica por una ideología moderna más funcional que, en lo esencial, preserva
el sistema de valores
individualista y las estructuras sociales ligados a ella. Hasta los refuerza y les da un asentamiento casi definitivo
puesto que sustituye la
trascendencia del alma por la inmanencia total, la evidencia espontánea del cuerpo.
Ahora bien, esta evidencia es falsa. El cuerpo, tal como lo instituye la mitología moderna, no es más
material que el alma. Como ésta, es
una idea o, más precisamente, puesto que la palabra idea no quiere decir gran cosa, un objeto parcial
hipostático, un doble privilegiado e
investido como tal. El cuerpo ha llegado a ser lo que era el alma en su tiempo, el soporte privilegiado de la
objetivación: el mito rector de una ética
del consumo. Es fácil advertir en qué medida el cuerpo
está estrechamente vinculado con las finalidades de la producción como soporte (económico), como principio de
integración (psicológica) dirigida del
individuo y como estrategia (política) de control social.
Sex Exchange Standard
Sexualización automática de los objetos de primera necesidad. Independientemente de que el artículo que se lance al espacio comercial sea una marca de neumáticos o un modelo de ataúd, siempre
se apunta al mismo lugar del cliente eventual: por debajo de la cintura. El erotismo para la élite, la pornografía para el gran público.
Teatro desnudo (Broadway, Oh, Calcuta): la policía autorizó las representaciones con la condición de que en el escenario no hubiera erección ni penetración. Primera feria de la
pornografía en Copenhague: «Sex 69». Se trata de una «feria» y no de un festival, como lo habían anunciado los
periódicos, es decir, de una
manifestación esencialmente comercial destinada a permitir que los fabricantes de material pornográfico emprendan la conquista de los mercados... Parece que los dirigentes de Christiansborg, pensando que, al levantar las barreras quitarían
generosamente todo misterio a este
dominio y, por lo tanto, gran parte de su atractivo,
subestimaron el aspecto financiero del asunto.
Personas sagaces, al acecho de
inversiones fructíferas, no tardaron en comprender qué negocio redituable podía ser la explotación estimulada de ese sector de consumo que desde entonces pasó a pertenecer al comercio libre. Organizados rápidamente, están haciendo de la pornografía
una de las industrias más
rentables de Dinamarca (según los periódicos). Ni un milímetro de zona erógena desatendida. Por donde uno mire, hay una “explosión sexual”, una “escalada del erotismo”. La
sexualidad está en primera plana para la sociedad de consumo, determinando
espectacularmente toda la esfera significante de las comunicaciones de masas. Todo lo que se ofrece a la vista y al oído toma ostensiblemente el vibrato sexual. Todo lo que
se da a consumir está afectado
del exponente sexual. Y, al mismo tiempo, por supuesto, lo que se da a consumir es la sexualidad misma.
Aquí se produce la operación de
la juventud y la rebeldía, de la mujer y la sexualidad: al valorar cada vez más sistemáticamente la sexualidad en relación con los objetos y los mensajes comercializados e industrializados, se
desvirtúa la racionalidad objetiva de
éstos, al tiempo que se desvirtúa la finalidad explosiva de aquella. La mutación social y sexual se produce así siguiendo vías abiertas, cuyo terreno experimental sigue siendo el
erotismo cultural y publicitario. Ciertamente, esta explosión, esta proliferación, es contemporánea de cambios profundos en las relaciones mutuas de los sexos, en la
relación individual con el cuerpo y
con el sexo.
Además, traduce la urgencia real y nueva en muchos aspectos, de los problemas sexuales. Pero tampoco es seguro que esta exhibición sexual de la sociedad moderna no sea una gigantesca excusa de esos problemas mismos que, al oficializarlos sistemáticamente, les da una evidencia
engañosa de libertad que en realidad
oculta las contradicciones profundas. Sentimos que esta
erotización es desmesurada y que esta desmesura tiene un sentido. ¿Refleja solamente una crisis de sublimación, de descompresión de los tabúes tradicionales? En ese caso, podría
pensarse que, una vez alcanzado el
umbral de saturación, una vez calmada esta sed de los
herederos del puritanismo, la sexualidad liberada recobraría su equilibrio y se volvería autónoma y separada de la espiral
industrial y productivista. También
podría pensarse que la escalada así fomentada habrá de
continuar como la del PNB, como la de la conquista del espacio, como la de la innovación en materia de moda y de
objetos y por las mismas razones:
desde esta perspectiva, la sexualidad está definitivamente
implicada en el proceso ilimitado de producción de
diferenciación marginal, pues lo que la ha liberado en cuanto sistema erótico y en cuanto función, individual y colectiva
de consumo es la lógica misma
de ese sistema.
Recusamos toda especie de censura moral: no se trata aquí de corrupción
y, por otra parte, sabemos que la peor corrupción sexual puede ser signo de vitalidad, de riqueza, de emancipación: pues
entonces es revolucionaria y
manifiesta el florecimiento histórico de una clase nueva consciente de su victoria, tal como fue el Renacimiento italiano. Esa sexualidad es signo de fiesta. Pero esta otra no es
de la misma índole, es su
espectro que resurge de la decadencia de una sociedad con el signo de la muerte. La descomposición de una clase o de una sociedad siempre termina con la dispersión individual de sus miembros y con un verdadero contagio de la sexualidad como móvil individual y como ambiente social: tal como fue el fin del Antiguo Régimen.
Parece que una colectividad profundamente disociada, porque ha cortado lazos con su pasado y carece de
imaginación sobre el futuro, renace a
un mundo casi puro de pulsiones mezclando en la misma insatisfacción febril las determinaciones inmediatas de
la ganancia y del sexo. La agitación de las relaciones sociales, esta colusión precaria y esta competencia encarnizada que hacen que el ambiente del mundo económico repercute en los nervios y en los sentidos y la sexualidad, al dejar de ser un factor de cohesión y
de exaltación común, se
transforma en un frenesí individual de beneficio. Aisla a cada sujeto
obsesionándolo. Y, rasgo característico, al exacerbarse, se vuelve ansiosa de sí misma. Sobre ella ya no pesa la vergüenza, el pudor ni la culpa, marcas de los siglos y el puritanismo; éstas
desaparecen poco a poco con las normas
y las prohibiciones oficiales.
Lo que sanciona esta
liberación sexual es la instancia individual de represión, la censura interiorizada. La censura ya no está instituida
(religiosa, moral ni jurídicamente) en
oposición formal a la sexualidad, ahora se sumerge en el inconsciente individual y se alimenta de las
mismas fuentes que la sexualidad.
Todas las gratificaciones sexuales que nos rodean llevan en sí mismas su propia censura continua. No hay más represión, pero la censura ha llegado a ser una función de la cotidianidad. “Implantaremos un
libertinaje inusitado”, decía Rimbaud en sus Ciudades. Pero el ascenso del erotismo, la liberación sexual no
tienen nada que ver con el tumulto
de todos los sentidos. El libertinaje orquestado y la
angustia sorda que lo impregna, lejos de cambiar la vida, componen apenas un ambiente colectivo en el cual la
sexualidad llega a ser, en realidad,
un asunto privado, es decir, ferozmente consciente de sí misma, narcisista y hastiada de sí: la ideología
misma de un sistema coronado por
ella en las costumbres y del que constituye un engranaje político. Porque, más allá de los publicitarios que
ponen en juego la sexualidad para
vender más, el orden social existente pone en juego la
liberación sexual contra la dialéctica amenazante de la totalidad.
Símbolos y Fantasías en la Publicidad
Fundamentalmente, no hay que confundir esta censura generalizada que define la sexualidad consumida con la censura moral. Es una
censura que no sanciona los
comportamientos sexuales conscientes en nombre de imperativos conscientes: en
este terreno, el laxismo aparente es de rigor, todo lo
provoca y lo alienta; hasta las perversiones pueden cumplirse libremente.
La censura que instituye nuestra sociedad en su hiperestesia sexual es más sutil: juega en el nivel de las fantasías mismas y de
la función simbólica. Contra esta
censura, todas las acciones militantes contra la censura tradicional son ineficaces: combaten a un enemigo
obsoleto, del mismo modo que las
fuerzas puritanas esgrimen, con su censura y su moral, armas obsoletas. El
proceso fundamental se desarrolla en otra parte
y no en el nivel consciente y manifiesto de los prestigios, benéficos o maléficos, del sexo. Tanto entre los adversarios como entre los defensores de la libertad sexual, de
derecha y de izquierda, hay una
terrible ingenuidad. Tomemos algunos ejemplos
publicitarios del champagne Henriot: “Una botella y una
rosa. La rosa se ruboriza, se entreabre, avanza en la pantalla, se amplía, se vuelve tumescente; el sonido
amplificado de un corazón que late
llena la sala, se acelera, afiebrado, enloquecido; el corcho comienza a separarse del cuello de la botella, lenta, inexorablemente, se agranda, más cerca de la cámara, mientras los hilos del precinto ceden uno a uno; el corazón late, late, la rosa
se inflama, otra vez el corcho... ¡ah!
De pronto el corazón se detiene, el corcho salta, la espuma
del champagne fluye en cortas pulsaciones a lo largo del gollete, la rosa palidece y vuelve a cerrarse, la
tensión decrece.»
Punzante y culpabilizadora, la publicidad erótica nos provoca agitaciones sumamente profundas. Una rubia desnuda con unos tirantes negros. Ya está. Victoria completa. El
comerciante de tirantes es rico. Y,
aunque comprueba que “basta con levantar hacia el cielo el más anodino de los paraguas para convertirlo en símbolo
fálico”, Held no pone en duda que
se trata de un símbolo, ni de la eficacia de ese símbolo en cuanto tal en la demanda solvente. Luego, el mismo autor compara dos proyectos publicitarios para la lencería
Weber: los fabricantes eligieron
el primero y tuvieron razón pues, según dice: «El muchacho extasiado aparece como inmolado. Y, para la
mujer, la tentación de ser
dominadora es grande... pero también es una tentación que le da temor... Si la joven esfinge y su víctima
inmolada se hubiesen impuesto como
la imagen de marca de Weber, la culpabilidad ambigua de las eventuales dientas habría sido tan grande que éstas habrían preferido comprar sujetadores menos comprometedores.»
Así, los analistas se inclinan doctamente, con un delicioso escalofrío, sobre las fantasías publicitarias, sobre lo que puede haber de
oralidad devoradora, de analidad o
de fálico aquí y allá, todo esto conectado con un inconsciente del consumidor que sólo lo estaba esperando para dejarse manipular. Aquí se da la misma circularidad viciosa entre el inconsciente y las fantasías que
antes se daba entre el sujeto y
el objeto en el nivel consciente. Uno se evalúa en relación con el otro, se define por el otro, un inconsciente
estereotipado como función individual y
fantasías entregadas como productos terminados por las
agencias publicitarias. Por esta vía, se eluden todos los problemas verdaderos que plantea la lógica del inconsciente y
la función simbólica,
materializándolos espectacularmente en un proceso mecánico de significación y de eficacia de los signos: “Está el
inconsciente y luego aparecen fantasías
que se le acoplan y esta conjunción milagrosa hace vender”.
Hoy ya hay quienes dudan del impacto directo de la publicidad en
las ventas, también sería
tiempo de poner radicalmente en tela de juicio esta mecánica fantasmática ingenua: excusa tanto de los analistas como de los publicitarios. A grandes rasgos, la
pregunta sería la siguiente: ¿participa verdaderamente libido en todo esto? ¿Qué tiene de sexual, de libidinal, el
erotismo ostentado? La publicidad ¿es una verdadera escena
fantasmática? Este contenido simbólico y
fantasmático manifiesto, en el fondo, ¿debe tomarse más
literalmente que el contenido manifiesto de los sueños? Y la exhortación erótica, en el fondo, ¿no tiene tan poco
valor o eficacia simbólica como
tiene poca eficacia mercantil la exhortación comercial directa? ¿De qué estamos hablando?
En realidad, en toda esta cuestión, estamos ante una mitología de un nivel secundario que se las ingenia para hacer pasar por fantasía
lo que no es más que
fantasmagoría, para hacer caer a los individuos, a través de un simbolismo falso, en el mito de su inconsciente
individual y hacer que lo invistan
como función de consumo. Es necesario que las personas crean que tienen un inconsciente, que ese inconsciente está allí, proyectado, objetivado en el simbolismo erótico
publicitario: prueba de que existe, de
que tienen razón en creer en él y, por lo tanto, en querer asumirlo, primero en el nivel de la lectura de los símbolos y luego a través de la apropiación de los bienes
designados por esos símbolos y
cargados de esas fantasías.
Lo cierto es que, en todo este festival erótico, no hay símbolo ni fantasía y uno se bate contra molinos de viento acusándolo de estrategia del deseo. Hasta cuando los mensajes fálicos o de otro tipo no estén ironizados, no se presenten como un guiño ni sean francamente lúdicos, podemos admitir sin riesgo de equivocarnos, que todo el
material erótico que nos rodea está
por entero culturalizado. No es un material
fantasmático ni simbólico, es un material de ambiente. No nos habla de Deseo ni de Inconsciente, sino de la cultura, de la
subcultura psicoanalítica caída en el
lugar común, en el repertorio, en la retórica de feria.
De la afabulación en el segundo nivel, propiamente de la alegoría. Aquí no habla el inconsciente, todo remite
sencillamente al psicoanálisis tal como
se lo ha instituido, integrado y recuperado actualmente en el sistema cultural, por supuesto, no al
psicoanálisis como práctica analítica,
sino a la función culturalizada, estetizada, mediatizado masivamente.
Así, toda la publicidad y todo el erotismo modernos están hechos de signos, no de sentido. No hay que dejarse
engañar por la escalada erótica de la publicidad: todos estos contenidos no son
más que signos yuxtapuestos que culminan
en el supersigno que es la Marca, que a su vez es el único mensaje verdadero. En ninguna parte hay lenguaje y, sobre todo, no hay inconsciente.
Son sólo connotaciones culturales, un metalenguaje de connotaciones: expresan el mito sexualista de una cultura que está
en el aire y no tienen nada
que ver con la analidad real. Por eso mismo son inofensivos y consumibles inmediatamente en imágenes. La verdadera fantasía, el fantasma, no es representable; si pudiera ser representable, sería insoportable. La publicidad de las hojas
de afeitar Gillette que
representa dos aterciopelados labios de mujer enmarcados por una hoja de afeitar sólo puede mirarse porque no habla realmente del fantasma de la vagina castradora al que hace alusión, fantasía insostenible, sólo puede mirarse porque se limita a
asociar signos vaciados de su sintaxis,
signos aislados, catalogados, que no suscitan ninguna asociación inconsciente, sino solamente asociaciones culturales.
En resumen, entablar un proceso a la publicidad por manipulación afectiva es hacerle un gran honor. Pero, sin duda, este gigantesco artificio en el que participan a porfía censores y defensores tiene
una función muy precisa que es
la de hacer olvidar el verdadero proceso, es decir, el análisis radical de los procesos de censura que actúan
muy eficazmente detrás de toda
esta fantasmagoría. El verdadero condicionamiento al que
estamos sometidos por el dispositivo erótico publicitario no es la persuasión abismal, la sugestión inconsciente, sino que es por el contrario la censura del sentido profundo, de la
función simbólica, de la expresión
fantasmática en una sintaxis articulada, en suma, de la emanación viva de los significantes sexuales.
Todo esto es lo que se tacha, se
censura, queda abolido en un juego de signos sexuales codificado, en la evidencia opaca de lo sexual desplegado en todas partes, pero donde la desestructuración sutil de la sintaxis
sólo deja lugar a una
manipulación cerrada y tautológica. En este terrorismo sistemático que actúa en el nivel mismo de la significación, toda sexualidad queda vaciada de su sustancia y se transforma en
material de consumo. Allí es
precisamente donde tiene lugar el proceso de consumo y éste es mucho más grave que el exhibicionismo ingenuo, el falismo de feria y el freudismo de vodevil.
Es necesario haber disociar la sexualidad como totalidad en su
función simbólica de intercambio total, para poder circunscribirla a los signos sexuales y asignarlos al
individuo como propiedad privada o como atributos. La sexualidad es una estructura de intercambio total y simbólico:
1. Se la destituye en su
aspecto simbólico sustituyéndola por las significaciones realistas, evidentes, espectaculares del sexo y las necesidades sexuales.
2. Se la destituye en su condición de intercambio (esto es
fundamental) individualizando el Eros,
asignando el sexo al individuo y el individuo al sexo.
Esta es la culminación de la división técnica y social del trabajo. El sexo se vuelve función parcelaria y, en el mismo movimiento, se lo asigna al individuo como propiedad privada. Podemos ver que, en el
fondo, se trata de una única cosa: la denegación de la sexualidad como intercambio simbólico, es decir, como proceso total, más allá de la división funcional (es decir, como
elemento subversivo). Una vez deconstruida y perdida su función total y simbólica de
intercambio, la sexualidad cae en el
doble esquema valor de uso –
valor de intercambio. La sexualidad se objetiva como
función separada a la vez:
1. Valor de uso para el individuo (a través de su propio sexo, su técnica sexual y sus necesidades sexuales, pues esta vez se trata de técnica sexual y de necesidad, no de deseo).
2. Valor de intercambio (ya no simbólico, sino o bien económico y comercial —la prostitución en todas sus formas—, o bien, mucho más significativo hoy, valor/signo de ostentación, el standing social).
Uno cubre, el otro descubre, pero los dos responden a una misma afectación y a un mismo
puritanismo. En uno y otro caso, hay una
censura que actúa a través del artefacto, a través de la simulación ostentosa, fundada siempre en una
metafísica del realismo, en la que lo
real es lo reificado y lo inverso de lo verdadero. Cuanto más se agregan atributos
de lo real, cuanto más se perfecciona el artefacto,
tanto más se censura la verdad desviando la carga simbólica hacia la metafísica cultural del sexo reificado.
Así es como todo se sexualiza hoy
artificialmente con el propósito de
exorcizar lo libidinal y la función simbólica.
Bibliografía
Baudrillard, Jean (2009). La Sociedad de Consumo. Sus Mitos, Sus
Estructuras. España: Siglo XXI.
Méndez, Susana (2003). La Educación Sexual en la Sociedad de
Consumo. México: INJUVE.
Consumo y Sexualidad. Hacia una Educación del Consumidor con la
Utilización de la Sexualidad en la Comunicación Publicitaria.
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